Los tarantinos (y los #metoo callados)

Era apenas una niña y descubrí que no sabía llevar vestidos. Estaba en el patio, jugando como de costumbre y otros dos chicos empezaron a perseguirme, a levantarme la falda a intentar pellizcar mis bragas. Agobiada, acudí a quejarme a una profesora que, en segundo lugar, les pidió a los niños que pararan. En primer lugar se dirigió a mí:

– Claro, es que es normal, ¿cómo se te ocurre jugar así llevando vestido?

No es que me afectase mucho el incidente de las bragas. Quiero decir, éramos críos, no creo que hubiese connotaciones más allá del juego, del tocar las bragas por tocar las narices. Lo que sí se me quedó grabado fue el comentario de aquella mujer adulta. Recuerdo, sobre todo, la vergüenza que sentí. El descubrir, tan temprano, que la culpa era mía, que había un código secreto, una “compostura” que guardar. Que era yo la que no sabía llevar vestidos.

A los 13 o 14, los vestidos habían quedado atrás. Esta vez, llevaba pijama. Estaba en Oxford durante un curso de verano para aprender a hablar inglés y, tras una fiesta, me quedé a dormir en la habitación de unos compañeros. Éramos bastantes y yo compartía espacio con mi amigo de aquellas semanas, el tipo con el que más confianza tenía. O eso creía yo. Al cabo de unas horas me desperté entre los sobeteos del supuesto amigo, sus manos fijas sobre mis tetas. Aún medio dormida, pegué un brinco y logré zafarme de la situación. No sé ni dónde me fui a dormir. El caso es que, a la mañana siguiente, decidí enfrentar lo que había pasado y, buscando algo de apoyo, se lo conté nuestro grupo de amigos. Que, cómo no, resultó ser más bien su grupo de amigos.

– Claro tía, es que es normal, ¿no sabes que le gustas un montón?

– No te lo tomes así, que tampoco pasa nada.

Y ciertamente, no pasó nada. Quiero decir, las tetas son elásticas, incluso después del más asqueroso de los contactos vuelven siempre a su posición. Pero de nuevo, fue la respuesta lo que se me quedó grabado. Porque de nuevo era yo la que había perdido la compostura; de nuevo, yo la que no había sabido leer la situación y, finamente, yo la que estaba exagerando y creando un conflicto innecesario.

La siguiente vez, no lo supo nadie, ni siquiera mis mejores amigas. No recuerdo exactamente el contexto: algún tipo de convivencia, último año de instituto, dormíamos todos sobre colchonetas. Y… lo que sucedió a continuación, por desgracia, no me sorprendió. Esta vez, el gilipollas era escasamente un conocido, compañero de clase con el que nunca había cruzado más de media palabra. Por lo demás, la situación fue calcada a la anterior. Mi reacción no lo fue. Esta vez, me tragué el asco, me aparté disimuladamente (media vuelta, brazos cruzados sobre el pecho, posición fetal) y seguí haciéndome la dormida mientras reventaba de ira por dentro. Pero, ira incluida, esa opción me pareció mejor que la alternativa. Mejor que el conflicto, mejor que dar explicaciones, mejor que descubrir, otra vez, que era yo la que había fallado, yo la que sin duda había faltado a ese código secreto de comportamiento que toda mujer debería conocer.

La dinámica es perversa. De manera abierta se nos dice que sí, que las mujeres debemos ser majas, mostrarnos atractivas, aceptar el halago, no asumir cualquier acercamiento como una amenaza (not all men), sonreír que estamos más guapas. Pero si algo sucede, de repente la culpa se invierte. De repente es necesario explicar lo que antes de la agresión se exigía. De repente, por qué la sonrisa, por qué aquél vestido, cómo se te ocurrió, ¿no sabías que le gustabas? De repente, all men. Y el secreto es no saber en qué punto te pasaste de la raya, cuándo debiste hacer saltar las alarmas, cuál es el origen de tu vergüenza.

Ahora leo en la prensa que ese secreto lo es tanto, que decenas de actrices, adultas, empoderadas, carismáticas y radiantes, debían de desconocerlo. Y que, como yo en mi torpe adolescencia, ellas también decidieron callar. Por vergüenza o por presiones. En serio… es acojonante. Por vergüenza. O por presiones. Cuando lo miras desde fuera, las dos alternativas parecen absurdas y aterradoras. Pero cuando leo los relatos en primera persona, además de empatía, no puedo evitar sentir también cierto alivio. Saber que, a pesar del acné, de mis inseguridades y mis torpezas sociales, mi reacción no fue tan cobarde ni tan rara como yo misma la juzgué.

Hoy, mientras escribía estas líneas, me ha dado por buscar los nombres de mis manoseadores en Facebook. Me pregunto si ellos, al leer la ola de #metoos,  también habrán recordado los abusos que cometieron. Tengo casi la certeza de que no. Más allá del tiempo pasado, estoy convencida de que ellos nunca le dieron la más mínima importancia, de que, sencillamente, nunca pensaron que aquello fuese un “abuso”. Según quienes estudian estas cosas, esa extraña ceguera es uno de las pocas características que sí comparten los agresores: nunca creen ser ellos el problema. Ellos son tíos normales. Nunca identifican la falta de consentimiento con la agresión sexual, para eso se inventó el eufemismo. Otra de las características que muchos comparten (“factores de riesgo”, según el artículo) es contar con un grupo de iguales que utiliza lenguaje hostil para referirse a las mujeres. ¿Os imagináis el grupo de WhatsApp de Tarantino, Wenstein y Ben Affleck?

Me pregunto cuántos grupos de WhatsApp similares tendrán mis amigos más cercanos. Cuántos Clubs de Hombres conocen o leen aunque sea de refilón. Al final, por cada agresor hay un grupo de apoyo similar donde “claro, es normal“. Quizás, lo primero que podemos hacer es cambiar ese discurso. Y dejar de sentir vergüenza.

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