Se me quedó grabado en la memoria, hace ya tiempo, un vídeo de la Universidad de Cambridge titulado “Just add water”. En él se habla de la “vida seca”, organismos aparentemente inertes, con aspecto de polvo o ramas secas, capaces de atravesar todo tipo de torturas en un estado indistinguible de la muerte. Sin embargo, basta con añadirles un poco de agua para que vuelvan de inmediato a la vida, para que recuperen su flexibilidad y empiecen otra vez a crecer…
Me he acordado estos días de esas imágenes porque, en un arranque de buena voluntad, he decidido recuperar mi fuga preferida de Bach (segundo tomo del Clave Bien Temperado, sol menor). Volver a tocar una pieza que lleva demasiado tiempo criando polvo en el cajón de las partituras suele ser un proceso tedioso, a veces, incluso, desesperante: cada nota suena a reproche, es un recuerdo torpe y roto de lo bien que solía sonar aquello… y lo mucho que lo has dejado desmejorar. Como quien engorda 20 Kg y se mira en pelotas en el espejo: volver a tocar es un juicio autodestructivo y, en mi caso, suele acabar con la tapa del piano cerrada en un golpe seco.
Pero con Bach… no. Bach, ese cabrón de las 5 voces, el compositor abstracto que jamás pensó en nuestras manos, regresa a ellas como el agua a los rotíferos: sólo con rozarlas, las resucita, sin que parezca importar el tiempo pasado… y sé que existe una explicación para ello: sé que aquella pieza, imposible de memorizar como “música” (la cantidad de líneas melódicas la hace demasiado compleja), se grabó por fuerza bruta en mi memoria motriz. Sé que esta “resurrección” es posible porque yo nunca conocí esa partitura: sólo mis dedos llegaron a intimar con ella (y, al parecer, ellos tienen más memoria que yo).
Pero, al margen de esta explicación probable, la sensación es escalofriante: yo soy apenas espectadora del proceso, no recuerdo ni una nota de la partitura. Pero mis dedos, reptantes al principio, se ponen en pie sobre las teclas. Noto cómo crecen, cómo se vuelven más seguros, cómo trepan cada vez más rápido por el teclado. Son bichos, pequeñas arañas inertes que se están sacudiendo la escarcha para volver de nuevo a la vida, a las venas hinchadas en las muñecas, al ligero dolor muscular, a la euforia y el nervio necesarios para dar cada corchea en su sitio, precisa, fuerte, firme, afilada.
3 Comments
Que envidia. Tiene que tener usted montado un estupendo circuito de algunas neuronas dedicadas a esa pieza, y va a ser muy complicado echarlo abajo. 🙂
Eso parece… aunque no hay nada como intentar aprender otra pieza para que la primera se olvide. Quisiera que un neurólogo me lo explicase.
Interesantes reflexiones. Tu consciente no sabe buscar los resortes adecuados: realizar movimientos simultáneos, sincronizados y bien coordinados no es el punto fuerte del lóbulo frontal. Parece que todo es cuestión de dar la oportunidad y el ambiente propicio para que el cerebelo haga su parte; dejarse llevar, dejar el lóbulo frontal (voluntad, consciencia) como un mero espectador permisivo. El cerebelo sabrá encontrar los patrones motores aprendidos en insólitos rincones vedados para nuestro “yo voluntario”.
No soy neurólogo, claro, pero no creo que la primera pieza “se olvide”. Los patrones motores aprendidos pasan a un segundo plano, a una memoria de reserva más difícil de acceder; frustrante porque ya no te puedes sentar al piano y sale con la espontaneidad de antes. Dejas hueco en la atención para lo que aprendes ahora, y lo aprendido deja su puesto.
Sería como comprimir la información: dificultamos el acceso pero está por ahí.
Y sí, das envidia 🙂