Tierra a la vista

Hace ya 10 años de este momento: uno de los más emocionantes de los que tengo memoria:

En diciembre de 2010 me embarqué en el Hespérides con un grupo de 100 científicos y militares españoles para participar en una de las expediciones oceanográficas más fascinantes de la historia reciente: la Expedición Malaspina, organizada por el CSIC. El objetivo de la campaña era investigar el impacto del cambio climático en los océanos a nivel global. Para ello, dio la vuelta al mundo en 7 meses siguiendo los pasos del explorador Alejandro Malaspina, protagonista de uno de los grandes viajes científicos de la era ilustrada.

Yo solo participé como divulgadora en la primera etapa: de Cádiz a Río de Janeiro. Durante casi un mes, pude ver y relatar el trabajo diario de biólogos, físicos y ambientólogos ansiosos por capturar muestras del agua, la vida y el aire del océano Atlántico. El ritmo de trabajo era verdaderamente demencial. En una campaña así, lo crucial es capturar todos los datos posibles, aprovechar cada instante. De día, se lanzaban redes, boyas y botellones al agua. De noche, se procesaban y analizaban todas las muestras. Yo no sé cuándo dormían…

Por suerte, también había algunos momentos de ocio. Teníamos un futbolín, por ejemplo, colocado en una de las cubiertas del Hespérides. No sabéis lo difícil que es jugar sobre una plataforma flotante… tienes que aprender a sincronizar los movimientos de la pelota con las olas. ¡Es todo un arte! Recuerdo también las noches, algo verdaderamente mágico en mitad del Océano Atlántico. En nochevieja subimos al puente de mando, el único punto del barco que estaba completamente a oscuras. Salimos por la puerta y… yo aquello lo viví como un golpe: el cielo con las estrellas más densas y apretadas del mundo me cayó encima de repente. Era algo PRECIOSO. Recuerdo también que cada vez que lanzábamos una boya marina, le mandábamos mensajes de ánimo y de suerte. Estos pequeños robots amarillos se pasan meses recorriendo la nada salada. Son capaces de bucear hasta 1000m de profundidad y luego emergen de forma autónoma para mandar sus datos por satélite. Pero, como el rover de Marte, jamás regresan a tierra. Están destinados a completar su misión en solitario.

Otra de las peculiaridades de aquella etapa de la expedición en la que yo participé es que tuvo lugar durante la Navidad. A bordo del Hespérides, todos cantamos villancicos, decoramos probetas y guardamos un regalo sorpresa desde el inicio del viaje para dárselo, el 25 de diciembre, a alguien desconocido antes de embarcar. Pero sin duda, lo mejor de aquel viaje fue el día de nuestro bautizo marinero. El 1 de enero de 2011, el Hespérides cruzó el Ecuador y el dios Neptuno en persona nos concedió el título de damas y caballeros instruidos, tras someternos a varias pruebas. Fue todo una ceremonia que incluyó juegos con agua, harina, flexiones y todo tipo de torturas. También el único día de descanso que hubo a bordo.

El reverso oscuro de esta historia es que, durante un mes, alrededor de cien personas convivimos en un espacio minúsculo, completamente aislados de las noticias del resto del mundo (a bordo teníamos una conexión de 128 kbps). Eso altera de forma extraña la percepción del tiempo y del espacio. Unos días antes de desembarcar, el equipo de comunicación pudimos salir en una zodiac para sacar fotos del barco por fuera. Y recuerdo que me sorprendió vivamente que todo ese espacio, que se había vuelto ENORME durante un mes, fuese solo un punto naranja, minúsculo, en medio del océano. Por otra parte, en 30 días, el horizonte no había cambiado. El GPS decía que avanzábamos, pero nada podía confirmarlo. Cada mañana se repetía lo mismo, las mismas rutinas sin tregua, las mismas paredes, no había lunes ni fines de semana. En cierto sentido, me recordó mucho esta última cuarentena. En el Hespérides, lo único que marcaba el paso del tiempo eran los churros que desayunábamos los domingos. Por eso es importante marcarse hitos, poner en marcha relojes propios a falta de otros externos. El aislamiento y la ausencia de cambio hacen que el tiempo se deshaga.

La diferencia más importante, por otra parte, es que nuestro viaje sí tenía una fecha final prevista. El 12 de enero de 2011, por fin, el horizonte cambió. Era una sombra azulada, sabíamos dónde mirar y hasta cómo se llamaba. Pero no podíamos evitar sentirnos como aquellos primeros marinos que cruzaron el océano sin saber qué encontrarían al otro lado. Por fin, habíamos vuelto a la realidad y los relojes volverían a funcionar. Por fin:
¡TIERRA A LA VISTA!

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