Corrían los años 60. La carrera espacial había alcanzado un punto realmente emocionante. Tres países se disputaban los mayores logros, la tecnología más avanzada, el reconocimiento y la fama mundiales resultantes de superarar una nueva meta, de lograr lanzar un cohete cada vez mejor y más lejos. La competición entre Rusia y EEUU era seguida de cerca por los alemanes. Lo que poca gente sabe que sus más altos representantes se reunían cada poco tiempo junto a las ruinas del castillo de Burgos, en el cerro de San Miguel para comparar sus respectivos logros. Hace casi 50 años Juan Luis, Miguel Ángel y Javier, mi padre, eran tres niños que competían en su peculiar carrera espacial de cohetes hechos a mano.
Para ello, cada uno de los amigos buscaba sus propios recursos, la información necesaria para construir sus maquetas y se empollaba los avances tecnológicos del país que había elegido. Los lanzamientos eran planificados con antelación y la nación elegida para mostrar sus avances debía llevar consigo su propio artefacto con todo lo necesario para ponerlo en órbita. Los estadounidenses, representados por Juan Luis, se caracterizaban por las espectaculares explosiones que apenas levantaban los cohetes tres palmos del suelo. La potencia sin control no sirve de nada, que dirían los alemanes. Estos, por su parte, en manos de Miguel Ángel, solían construir excelentes máquinas: maquetas verdaderamente detallistas y mecánicamente perfectas que, pese a todo el control del mundo, carecían de nada parecido a “potencia”. Los cohetes alemanas no estallaban, cierto, pero tampoco hacían nada digno siquiera de llamarse “espectacular”. Mi padre, por supuesto, era el abanderado de la ciencia rusa caracterizada por una alta tecnología en propelentes. Su afición lo convirtió en un ratón de bibliteca, un verdadero experto en química, conocedor de todos los detalles necesarios para levantar los dichosos cohetes del suelo sin reventarlos en el intento.
Contaba, además, con la complicidad de mi abuela. La sufrida mujer no sólo aceptaba con indulgencia los habituales desperfectos causados por los experimentos de su hijo, sino que acudía cada cierto tiempo a la botica y a la droguería para conseguir venenos y productos varios (mejunjes, por supuesto, no accesibles a menores). No sería su única colaboración, sin embargo.
A principios de la década de los 60 y animados por los éxitos de los rusos y el vuelo de Gagarin, los tres amigos se propusieron un nuevo reto: poner un grillo en el espacio. A estas alturas de la carrera espacial, muchos cohetes habían caído y estallado, y, aunque no habían tenido que lamentar ningún accidente grave, más de uno había vuelto sin cejas a su casa. Pero todo ello había servido para adquirir más experiencia y ya había llegado la hora de superar esta nueva frontera. El proyecto recayó en manos de los rusos de Javier, por justicia poética y porque, es justo decirlo, la mayoría de los lanzamientos exitosos habían salido de sus manos (la seguridad del grillo, ante todo). Mi abuela fue la encargada de coser un buen acolchado para la cápsula del grillo. Mi padre ideó un nuevo sistema de propulsión para llegar más alto y evitar, ante todo, que el cohete pudiese estallar. Los bloques de pólvora fueron cuidadosamente agujereados para conseguir una combustión más controlada. El lanzamiento fue minuciosamente planificado y ejecutado con gran éxito.
Aquel cohete de la serie Ziolkosky pasó a la fama por ser el primero en poner un grillo en órbita. Dicho grillo, claro está, se llamaba Gagarin.
2 Comments
Que conste que las únicas fotos de tales eventos las tengo yo, y además la mayor altura alacanzada por el grillo, que nunca encontramos, sí su cápsula espacial vacía, fue gracias a mi cohete de dos fases, que después de una apabullante explosión, en una mañana de invierno Burgalés, elevo al cielo frío y azul al intrépido grillo, desaparecido en acto de servicio. Aún no sabemos si murio o utilizo el paracaidas de emergencia.
Por cierto fue a finales de los sesenta, con 14/15 años.
Juan Luis
@Juan Luis Lazaro: Yo apuesto a que utilizó el paracaídas.
Nunca llegué a ver esas fotos, ¡me las tenéis que enseñar! No supuse que hubiese prensa y todo jeje.
Por lo demás, sé que debió ser algo más tarde de lo que digo… pero me he permitido algunas licencias literarias para que el evento coincidiese más o menos con el aniversario del vuelo de Gagarin (el de dos patas en lugar de 6).
¡Un saludo Juan Luis!