Estaba acojonada antes de venir aquí. Por el tiempo, por la seguridad, por el vuelo. Por el enésimo cambio de vida en un golpe abrupto de timón. Un día voy a ser… otra distinta. Y así hasta la siguiente ola.
Hoy me he quedado embobada mirando las jacarandas. Joder, qué bonitas son las jacarandas. Justo frente a mi laboratorio preferido, la entrada del edificio está precedida por un millón de jacarandas. No las he contado de manera precisa pero en mi cabeza se han ganado ese orden de magnitud. Es todo un preludio de color violeta, un paseo salpicado por las flores de estos árboles inmensos, retorcidos, oscuros; tan cuajados, tan punteados de colores fríos, que apenas les caben las hojas. Llevaba el Danzón de Márquez en las orejas, así no hay quien no se entusiasme con las jacarandas.
Mañana no voy a querer irme. Por las jacarandas. Y por los mangos. Joder, qué dulces son los mangos. Yo no sabía a qué sabían los mangos. Por el entusiasmo de la sala Nezahualcoyotl. Por los tejidos y los bordados y porque los colores de las bugambilias son tan perfectamente coherentes con todo ese mundo gráfico. Por la gente, bonita bonita gente. Porque no puedo llevarme en la maleta un árbol de la vida del tamaño que quisiera. Porque no quiero desaprender a echarme lima en la comida; incluso un poquito (poquito) de la salsa verde, la que menos pica.
Pasado, lo sé, llamaré a esto un ataque de nostalgia, de inmadurez repentina. Y dará igual porque ya no estaré aquí, mirando las jacarandas, comiendo quesadillas, olvidándome del nombre de tantas frutas que aún no he probado. Pero el hecho es que hoy: no quiero irme no quiero irme no quiero irme. No quiero tener que irme.