Los humanos somos unos monos muy raros. A veces, cuando nos duele algo, goteamos. Pongamos que se nos ha muerto un cactus, que nuestro gato nos deja, que nos pillamos un dedo con la puerta. Entonces, una glándula de la región externa del ojo empieza a liberar un líquido salado lleno de proteínas, agua, moco y grasa. Este líquido, más conocido como lágrimas, fluye por la superficie del ojo y se desprende desde las pestañas hasta que, además de goteras, tenemos la cara roja, la nariz congestionada, el rímel como si lo hubiese aplicado Jackson Pollock…
A priori, no parece una reacción especialmente provechosa y, para colmo, los humanos somos la única especie que produce las llamadas lágrimas psíquicas o emocionales1. En su tercer libro sobre teoría evolutiva, La Expresión de las Emociones en el Hombre y los Animales (1872), Charles Darwin llegó a afirmar que este tipo de lágrimas son “inútiles”. Por suerte, algo hemos aprendido desde entonces.
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