Cuando todavía gastaba coletas, era una de los mejores dibujantes de mi clase. Me ecantaban los Alpino y las ceras de colores y, cada vez que la profe nos encargaba hacer un dibujo libre, me lo devolvía corregido con la mejor de las calificaciones: «Muy Bien Precioso». A veces, incluso, ella misma dibujaba un pajarito al lado de la nota: el mayor de los reconocimientos a un artista a mi temprana edad, equivalente, como poco, al Premio Nacional a las Bellas Artes.
Tanto me gustaba el tema de los colorines, que mis padres decidieron apuntarme a clases de pintura. Craso error: mi prestigio se vio manchado, mi fama casi se extinguió y mis compañeros comenzaron a alabar a la competencia (José María Luján, aún recuerdo su nombre). No es que las clases de pintura mermaran mi técnica o que, de repente, empezase a dibujar peor: todo lo contrario. Pero cada vez que alumbraba una nueva creación, mis compañeros la miraban con escepticismo: «Claro, es que vas a clases de pintura». Aquel detalle le quitaba mérito a todos mis logros, cualesquiera que fueran.
Personalmente, siempre me pareció injusto aquel criterio que creía más «difícil» y meritorio dibujar como lo hacía José María. A saber, difícil: «que no se logra, ejecuta o entiende sin mucho trabajo». Sin embargo, era yo la que empleaba mis horas en el taller de pintura, esforzándome y trabajando para dibujar mejor, para tomar el control sobre lo que hacía. El modesto talento innato de mi compañero y el mío propio podían ser raros o improbables, pero no hay nada más «fácil» que nacer con unos determinados genes, nada más fácil que las cosas que nos vienen dadas.
Pensaba en esto hace unos días, cuando, comentando unas fotos con compañeros de la facultad, se destacaban cualidades de las mismas sobre las que el fotógrafo no tenía casi ningún control. Es más, lo «meritorio», según el discurso, era que el fotógrafo no tuviese ningún control. Así, una foto con luz natural, era más meritoria que otra en la que el fotógrafo hubiese utilizado iluminación artificial. Una foto «salida tal cual de la cámara», era mejor que una en la que el fotógrafo hubiese corregido el color o retocado cualquier otro parámetro. Sin embargo, que la luz del sol sea efectiva para una imagen determinada puede ser improbable o una cuestión de azar, pero nos dice poco sobre el «mérito» o el buen hacer del fotógrafo. Quizás la imagen nos diga algo sobre cómo controla los demás parámetros que intervienen en la fotografía; la composición o el color, por ejemplo; pero no sobre su manejo de la luz, por el sencillo hecho de que no está en su mano manejar el Sol, más allá de elegir una hora del día y cierta orientación. Tampoco digo que esto sea trivial pero, de algún modo, el fotógrafo elige una configuración de luz predeterminada: las decisiones que puede tomar están acotadas. Controlar las infinitas posibilidades creativas que ofrece un estudio, en cambio, requiere más esfuerzo, más conocimientos y, por tanto, es más difícil hacerlo bien. Lo mismo pasa con la edición. Es sumamente improbable que una foto salga perfecta de la cámara. Pero lo difícil y lo que requiere conocimientos es saber tomar las decisiones necesarias para editarla correctamente (o saber cuándo no editarla, que no deja de ser una elección más).
Con todo ello no quiero decir sea «mejor» la fotografía de estudio o la que más edición requiere. Entre otras cosas no creo que la dificultad que entraña realizar una imagen, o cualquier otra cosa, sea el baremo definitivo de su calidad. Por las mismas, un móvil hecho con macarrones sería la caña aunque nunca pillase cobertura. Todo lo contrario: como buena vaga, pienso que hacer difícil lo que podría ser fácil para que tenga más «mérito” es lo más inútil que se le puede ocurrir a uno. Pero si la dificultad debe alabarse en algún sentido por la sorpresa que nos pueda causar o lo que podamos aprender, más vale valorar las decisiones que sí toma el creador y no las que le vienen dadas.