Aquella música me hechizó. Y me dio refugio durante muchísimo tiempo. Lo recuerdo vagamente, más como un lugar que como un hecho. Recuerdo que cada noche regresaba a mi cuarto y, cuando oscurecía, volvía a poner el mismo CD: los preludios para piano de Claude Debussy. Las paredes de aquel cuarto eran azules, y había una ventana en el techo. La luz caía desde ella como una nube lenta y, poco a poco, las notas del piano lo iban inundando todo.
Si aquel piano fuese palpable, estaría hecho de vidrio. O de tinta cayendo en una jarra de agua quietísima. Lo importante, en cualquier caso, era no moverse. Respirar despacito. Dejar que el sonido fuese posándose en cada punto del espacio y que se mezclase con la luz. Dejar que me cubriese entera y empezar a flotar.
Aquella música… me hechizó.
A posteriori, creo que podría explicarme por qué me fascinó tanto aquel CD. Sé que la clave está en las melodías desarraigadas. En el juego de las sonoridades. El impresionismo, también en música, abandona las líneas y se pierde en la mancha, en los colores, en las formas que emergen de la luz sin haber sido explicitadas, sin haber sido tan dibujadas. De alguna manera, mientras el romanticismo se regodea en las emociones suscitadas por aquello que describe (la-flor-es-bonita-y-eso-me-hace-feliz), Debussy consigue salir fuera, borrarse de la ecuación. Debussy consigue pintar la flor a base de trazos sueltos y dejar que el oyente la mire. En ese sentido, no me extraña que tantas obras suyas inviten a la observación: sus estampas, sus imágenes, sus nubes, su mar…
Hoy se cumplen cien años de la muerte de este compositor excepcional. Y, a posteriori, creo que podría explicaros por qué su música es lo que es y supuso semejante shock en la historia de la música occidental. Pero me pregunto si, entonces, no estaría yo misma, describiendo la flor y diciéndoos lo-bonita-que-es-y-que-me-hace-feliz. Me pregunto si no sería más sencillo, simplemente…