Si pudiese elegir, entre todas las vidas posibles, yo sería pianista. No profesora de piano, no eterna coja de dedos que una vez al año los doma en algún concierto. Si pudiese elegir, si tuviese esa opción en mis manos (nunca mejor dicho), yo hubiese sido pianista.
Existe una barrera siempre, al hablar. Cuando intentas, con tu voz, tocar la cabeza de otro yo que (sólo quizás) te oye. Pero entre medias siempre queda esa capita de “fuera”, ese “el medio” por el que nos comunicamos y en el que, confiamos, los estados mentales no se pierden. Burbujas torpes de fluidos inmiscibles. Hablo: pinto mi yo, rodeado de aire. Y cuando escuchas, se cuela por tus orejas transformado en otra cosa: se convierte en tú. Sólo entonces decimos que me entiendes. Pero… aire y palabras y cajitas con esquinas de tamaños predefinidos.
Si pudiese elegir sería pianista para anular esa distancia. Para colarme de oreja a oreja sin aire y sin palabras y creer que el tú y el yo que viven en cada cabeza son, por un momento, lo mismo. Sin concepto ni esquinas: el mismo estado, el mismo todo inundando cada neurona. Ya no burbujas, sino esponjas hundidas en nana-na-na na-naaaaaaaaaaa. Joder. Si pudiese contar la música. Si pudiese explicar que me rompo cuando me llena la cabeza, que me desborda por la frente, que me salgo por cada poro de na-nanana-nana-naaaaaaaa. Si pudiese producir eso. Si pudiese… tocar eso.
Pero escribo y palabras. Y recuerdo mi pobre psicomotricidad fina. Y mis manos como arañas. Y que no soy pianista. Y que ni siquiera escribo demasiado bien así que, a secas: joder, ¡qué puta maravilla!