El desencanto del Stradivarius

Recuerdo la última vez que quise dejar el piano. Estaba en clase de instrumento y mi profesor me explicaba las sutiles diferencias entre la colocación de la última falange de los dedos a la hora de tocar Mozart o interpretar a Bach. No sé si será por la influencia de Hollywood, pero en mi recuerdo, el volumen de la voz de mi profesor disminuye paulatinamente hasta que su discurso deja de ser comprensible y se transforma en una masilla oscura de palabras lejanas. Un diminuendo demasiado cinematográfico, sin duda, pero imprescindible para dejar oír, por última vez a escondidas, la voz de la bicha: «¿pero qué cojones dice este tío?».

Creo que fue la primera vez que me ensordecieron las dudas. O la primera que no las acallé, supongo que da lo mismo. Pero recuerdo que en ese momento, ante las tripas abiertas del piano de cola, supe que ninguno de sus mecanismos podía ser sensible a la posición de cada una de las falanges de mi dedo. Nada en la tecla, o en el martillo, o en las recién afinadas cuerdas podía cambiar por bajar el dedo formando 45º o en vertical. Sólo estaba en mi mano (nunca mejor dicho) el control de la velocidad, o la fuerza del ataque. Pero más allá de eso, ¿qué sentido tenía tanta parafernalia? ¿Cuánto de lo que estaba «aprendiendo» se basaba en la mera tradición o el pensamiento mágico?

De hecho, los conservatorios están llenos de enseñanzas difíciles de demostrar. Los músicos clásicos son perfeccionistas de atar. Especialistas de lo mínimo. Tejedores de nanosonidos prácticamente imperceptibles. Hasta el punto de que uno duda de que el objeto de su infinita búsqueda exista siquiera.

Ante el teclado, el pianista persigue hora tras hora el sonido perfecto, el movimiento preciso, el pájaro de fuego que a veces roza con los dedos. Porque de hecho cree que ese pájaro existe, que atraviesa las manos de los grandes (Kissin, Sokolov, Gilels) y que sólo con disciplina y obediencia a su maestro, podrá cazarlo también algún día. Yo misma he batido los brazos en búsqueda de un sonido más «volátil» o he acariciado las teclas, con gran dulzura, en uno de los extremos de la maquinaria fría que golpea las cuerdas del piano. En el conservatorio no hay alumnos: todos somos discípulos. Y la mayoría de las lecciones no se cuestionan: se cree en ellas y en el maestro porque para obrar la magia, el ritual es preciso.

Hace unos meses, un estudio a doble ciego demostraba que ni los músicos profesionales podían reconocer la supuesta superioridad de los violines Stradivarius.  A fin de cuentas, casi todo el poder de un mago radica en que los demás «sepan» que lo es. Sin embargo, no dejo de preguntarme cuánto de lo creo saber sobre la música o sobre tocar el piano está igualmente basado en símbolos, en tradiciones mágicas, en significados y verdades consensuadas por esa saga de maestros y discípulos a la que una vez pertenecí.

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4 Comments

  • Samuel Pérez
    3 November 2018 at 12:43 

    Estamos rodeados (y quién sabe hasta qué punto imbuidos) de pensamiento mágico.

    Aunque no es lo mismo, me ha recordado un poco a una reflexión que hice ante la visión de una casualidad de la luz (aquí: https://todo-fuera.blogspot.com/2018/06/parecen-letras.html).

    Por cierto, para que quede constancia: me encanta cómo escribes.

  • Almudena
    4 November 2018 at 22:58 

    ¡Muchas gracias Samuel!
    Ciertamente, a veces nos empeñamos en leer incluso las cosas que no están escritas.
    Y muchas gracias. A mí me encanta descubrir que eres uno de esos lectores que aún deja comentarios en los blogs 😀 ¡Bienvenido!

  • Almudena
    24 October 2020 at 14:38 

    “In 1885, an American pianist and piano pedagogue asked Helmholtz the extent of the pianist’s control over the quality of the instrument ’ s sound, to which Helmholtz replied: “As far as I know, on the newer mechanisms the rate of speed with which the hammer flies against the string, i.e., the force of the blow from the key, is the only way to modify tone.”
    Alexandra Hui recoge esta cita en su libro “The Psychophysical Ear”.

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